La garúa lo mojaba con suavidad, le mojaba los labios, y él hubiera preferido que la garúa no lo tocara de aquella manera tan conocida. Iba bajando hacia la playa y después se hundió lentamente en el mar sin sacarse siquiera las manos de los bolsillos y todo el tiempo lamentaba que la garúa se pareciera tanto a la mujer que él había amado y había inventado y también lamentaba entrar en la muerte con el rostro de ella abarcando la totalidad de la memoria de su paso por la tierra: el rostro de ella con el pequeño tajo en el mentón y aquel deseo de invasión en los ojos».
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